Es uno de los mitos vivos del teatro contemporáneo europeo. Lleva 58 años en escena, toda una vida dominada por una máxima: no dejar de aprender.
Como si de un juego se tratara, empezó en el teatro al igual que otros niños, pasando las tardes en los nidos de arte, espacios donde se abría un abanico de habilidades artísticas a los hijos de la clase obrera. Ella quería ser bailarina de music hall, pero se vio empujada hacia otros escenarios y a los 13 años ya era titular de la Compañía Infantil del Teatro Romea.
La vida de esta catalana siguió ligada al teatro, llevándose en muchas ocasiones el trabajo a casa, al crear junto a su esposo, Armando Moreno, su propia compañía. Su hogar estuvo durante muchos años en los teatros, que llenó con la palabra de autores tan diferentes como Eurípides, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Shakespeare, Oscar Wilde, Eugene O’Neill, Bertolt Brecht y Jean Genet.
La vida de un intérprete está llena de capítulos, uno por personaje, pero en su caso, el de Medea ocupa muchas páginas: su relación con ella se inició a los 19 años. Era la primera vez que se entregaba al mito griego, personificación de la magia y el deseo, y con él recorrió España. Casi tan denso como el poso que dejó en ella Medea es el regusto dulce que aún saborea por haber sido, después de muchas intentonas frustradas, La Celestina, "más sabia que astuta", bajo la atenta mirada de Robert Lepage.
Los seres a los que ha llenado de vida han marcado su forma de ser y su carrera: Doña Rosita la serenó, Medea le enseñó todo lo que puede hacerse por amor, Yerma la presentó en los escenarios internacionales, rebuscó en el alma de Maria Callas, Arkadina, de La gaviota, le abrió los ojos, y el de Las criadas la engatusó. ¿Y los que no han llegado aún? Le gustaría enfrentarse a la Madre coraje de Brecht, a quien tiene un poco olvidado en escena, a pesar de incluir en su repertorio La buena persona de Sezuan y el recital Poemas y canciones de Brecht y Kurt Weill, del que ha ofrecido más de 150 funciones junto al pianista Pedro Navarrete.
Dos andaluces, Rafael Alberti y Federico García Lorca, le inculcaron el amor por la literatura: con el gaditano tuvo oportunidad de disfrutar de largas charlas; al granadino admira por sus textos, con los que ha dado la vuelta al mundo, llegando incluso a Japón. A esta catalana de L’Hospitalet de Llobregat afincada en Madrid no le asustan los retos: fue directora del Centro Dramático Nacional de 1979 a 1981 y no se amedrentó ante la puesta en escena de Tosca en el Teatro Real y el Tokio Opera House, uno de sus últimos desafíos, en el que aunaba de nuevo pasión y profesionalidad.
A Espert se la disputan directores de escena, desde el desaparecido Adolfo Marsillach (¿Quién teme a Virginia Wolf?) a Lluís Pasqual (Haciendo Lorca, La brisa de la vida) y Mario Gas (Master Class), compañeros como ella en la tarea de extraer del actor la vis más desgarrada. Envuelta de un halo que infunde respeto, destacan de ella su humildad: dicen que cuando se pone en manos de otros esconde su lado de director, el que bien conocen Irene Papas (Medea) y Joan Plowright y Glenda Jackson, durante los seis meses que duró la experiencia londinense de La casa de Bernarda Alba.
Ahora esconde esa faceta. Georges Lavaudant la enfrasca en una pelea a muerte frente a un contrincante interpretado por José Luis Gómez y con Lluis Homar ejerciendo como árbitro. El que quiera saber más de esta dama de la escena puede hacerlo gracias a su autobiografía De aire y fuego, un libro de memorias convertido en una especie de crónica de su profesión. Lo cuenta todo en primera persona, aunque el goce que produce ver a Espert sobre las tablas, jugando por ejemplo con Strindberg, no se puede comparar a nada, ni a sentimientos plasmados en un papel.
Vive un momento espléndido y, aunque parezca suicida afirmarlo, grita que todo le da igual. A sus 71 años asume el reto de continuar trabajando: dice que tiene mucho por hacer, montajes arriesgados, retos interesantes... Y le ilusiona el hecho de encabezar una saga dedicada al teatro, con su hija Nuria Moreno y una de sus nietas, Bárbara Lluch, siguiendo sus pasos.
Texto escrito por Daniel Galindo y publicado en LaNetro.com.
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